Hicimos esta imagen en nuestro aniversario, allá por julio del año pasado. Es febrero del año siguiente, he pensado que podría publicarla antes que cumplamos 16.
Vivimos un mundo en el que “el otro” opina sobre el cuerpo de uno (sobre su vida, su sexo, su maternidad etc) como si fuera una autoridad en algo, y desde la interiorización de ese ojo externo y crítico, uno ya nunca más vuelve a relacionarse consigo igual. La mirada de amor propio se desvanece.
A medida que pasan los años y que el mundo responde a mi edad como si diera una mala noticia (no pareces tan mayor, estás estupenda para tu edad)me parece más imperativo, si cabe, liberarme de la vergüenza que siento hacia mis imperfecciones.
Muchas personas me hablan a través de las redes como si fuera una veinteañera preciosa y no me canso de pensar que si me vieran fuera de este espacio verían lo ordinaria que soy, con lo extraordinario que eso es.
Mientras queremos compulsivamente creer en los cuentos de hadas, ahogamos a la persona real. Mientras escondemos los cuerpos, generamos una inmensa soledad hacia la corporalidad propia.
Hemos censurado toda nuestra animalidad hasta que ya nadie sabe cómo son las vulvas ni si la suya es bonita.
A mí nadie me enseñó que la piel se queda como un sharpei y cuando ví que la mía sí, me sentí horrible.
Siento lo mismo hacia mis otras heridas y cicatrices.
Y no quiero hacer apología de ellas. No son heridas de guerra, no creo que cuenten, silenciosas, historias. Me conmueve cuando lo escucho pero yo no quiero darles un valor místico que no tienen. No me hacen ni mejor ni mas interesante. Están y punto.
Yo lo que quiero es dejarme ser.
Así feliz e imperfecta.
Porque en ese momento mágico en que me olvido de la vergüenza y la autoconsciencia soy mi propia valkiria, fuerte y porno, con un cuerpo de la hostia que me permite hacer y sentir cosas maravillosas.
Ps. Nota al marido. En la llegada de ese momento mágico, siempre has estado tu. Siempre estás tu.